El público lector no le presta mayor atención a los críticos literarios. Diría incluso que se los mira con cierto desprecio y algo de sorna. Rara vez los invitan a algún sitio y, cuando lo hacen, son los mismos críticos los que pagan la inscripción, el hotel, las comidas y los cafés. Es algo rarísimo: alguien dedica meses de trabajo a escribir un artículo que nadie va a leer (hay estudios que hablan de tres lectores por artículo publicado) y encima tiene que pagar para presentarlo en una conferencia o un congreso. La gente que está en esto sabe que no exagero.
Hace poco leía una nota en un importante diario quiteño en la que se afirmaba que uno de los problemas de nuestra cultura literaria era que los críticos y los académicos estaban sacralizados. ¿Sacralizados? ¿Por quién? En lo personal, muero de curiosidad por saberlo. Mi experiencia, en todo caso, es la opuesta.
De los críticos suele hablar mal medio mundo, empezando por los mismos escritores. Muchos de ellos tienen la absurda idea de que los críticos son en realidad artistas frustrados, cuyo trabajo no tiene el menor interés y puede ser perfectamente desechado. En América Latina uno escucha decir eso, de forma verdaderamente increíble, a novelistas o poetas muy discretos que jamás han estado cerca de escribir un solo párrafo a la altura de la frase más banal de Roberto Schwarz, Antonio Cándido, Ángel Rama, Josefina Ludmer o Beatriz Sarlo.
El escritor Ernesto Carrión recordaba hace poco, en este mismo espacio, una afirmación de Iván Carvajal en la que el poeta quiteño aseguraba que en nuestro país no había existido crítica literaria. Carrión decía estar parcialmente de acuerdo con Carvajal. Yo también (parcialmente). Si algo ha caracterizado históricamente a la crítica literaria ecuatoriana ha sido su escasez y discontinuidad. Difícilmente puede decirse que tengamos un corpus de obras de crítica digno de ese nombre. No hay cómo negarlo. Pero tampoco es verdad, como afirma Carrión, que toda nuestra crítica se haya movido mayormente entre el amiguismo y el periodismo cultural flojo. En Ecuador, de hecho, pueden encontrarse críticos y textos de crítica bastante serios que contradicen esa imagen caricaturesca (y corrupta, según insinúa Carrión) que en ocasiones se le atribuye a este tipo de trabajo en nuestro país. No vayamos muy lejos. Lo mejor que ha producido el mismo Carvajal en casi veinte años es justamente un ensayo de crítica literaria: A la zaga del animal imposible. Lecturas de la poesía ecuatoriana del siglo XX, publicado por el Centro Cultural Benjamín Carrión.
Pero hay más. El año pasado aparecieron dos interesantes textos escritos por dos críticos ecuatorianos de amplia trayectoria en importantes universidades de Estados Unidos. Uno es Condición Crítica, de Wilfrido H. Corral, ensayos revisionistas más una extensa conversación sobre la crítica con Marcelo Báez. El otro es Michaux y su Journal de voyage. Hacia Ecuadores y Allende. Presencias, rastros y contrapuntos, la importante investigación que le ha dedicado Humberto Robles a la figura de Henri Michaux y su paso por Ecuador. Me pregunto cuántos de nuestros escritores habrán leído esos libros.
Por otro lado, si uno revisa los últimos diez años de producción crítica, es muy difícil afirmar que hay solo desierto. ¿Dónde queda el trabajo de Fernando Balseca sobre Medardo Ángel Silva y el modernismo? ¿Dónde los textos de crítica de escritores como Leonardo Valencia (muchos de ellos publicados en diarios) o el excelente libro de Mario Campaña sobre Baudelaire? ¿Y todos aquellos críticos ecuatorianos que trabajan o estudian en el extranjero y publican regularmente en revistas y editoriales de Europa, América Latina o Estados Unidos (Yanna Hadatty, Jerónimo Arellano, Gabriela Pólit, Diego Falconí Trávez, etc.)? ¿Y todos esos jóvenes y no tan jóvenes que trabajan desde Ecuador o publican su obra ahí (Daniela Alcívar, Alicia Ortega, Esteban Ponce, etc.)? Hay más nombres, por supuesto. Pero estos bastan para formular la siguiente pregunta: ¿puede decirse en los últimos años que nuestra poesía o narrativa están, en términos de vitalidad y de propuestas serias e interesantes, indudablemente por encima de nuestra crítica literaria? Me temo que no. Hay ciertos lugares comunes de la literatura nacional que debemos empezar a desmontar.
Desde luego, uno puede disentir con todos estos críticos e incluso renegar por completo de sus planteamientos. También podemos señalar a algunos de ellos como muy académicos o muy difíciles o muy desconectados del gran público. Pero es una enorme frivolidad ignorarlos sin más o afirmar que su trabajo responde mayormente al amiguismo o al arribismo. Decir cosas así, por desconocimiento o puro afán de provocación, solo revela la misma actitud de aquel periodismo cultural flojo y sensacionalista que tanto se rechaza. Que ciertos escritores no lean crítica, no sepan dónde encontrarla o confundan a reseñistas de periódico con críticos (y los califiquen de malos cuando no alaban o atacan a quienes ellos quieren) es solo una señal de inmadurez y una muestra de las carencias de nuestra cultura literaria.